DESPEDIDA BAJO LOS MANGOS
DESPEDIDA BAJO LOS MANGOS Cuando Aurora se despidió de su hermana en el puerto de Gijón sabía que pasarían muchos años antes de volver a verla. Mientras agitaba el pañuelo frente al inmenso barco con rumbo a Caracas, un sentimiento difuso de vacío le hizo comprender que aquello no era un simple adiós, que los ojos aguados por la incertidumbre de la separación tardarían años, probablemente décadas, en volver a ver la imagen de su pequeña Filo. “Quizá cuando vuelva a verla –pensó Aurora en ese momento-, nuestros cabellos sean tan blancos como los de la abuela.” En aquellos años una carretera tortuosa de apenas veinte kilómetros separaba el puerto de su casa. A pesar de esta distancia, el trayecto de regreso le pareció eterno. En cada parada se bajaban y subían pasajeros a los que miraba con acusación por retrasar la llegada a su casa. Ella ansiaba llegar para encerrarse en la habitación más apartada de la casa de comidas, y llorar lejos de la gente y de esas curiosas beatas